Extrañamiento

Lo decían los rusos: el arte tiene el deber de desautomatizar la percepción. Sentarse cómodamente en la butaca del cine, pochoclos en mano, no tiene mucho de artístico. Sumergirse en la negrura y apelar a otros sentidos puede ser, en cambio, bastante más revelador.

En la sala no se ve nada. ¿Nada? ¿Nada de nada? ¿Ni un hilo de luz que se filtre por debajo de la puerta, un destellito fosforescente, una pantalla de celular? Nada. La oscuridad es total. Y esa vieja distinción entre escenario y gradas ya no interesa. La abolimos por completo. No hay límites ni definiciones en el espacio de las actividades en la absoluta tiniebla.

Llegó un punto en 2001 en que las imágenes, de tan explotadas y tan repetidas, perdieron el sentido, dejaron de significar. No casualmente apareció en este contexto de plena crisis una forma de decir, de narrar, que se situó al margen de la agobiante industria televisiva, los discursos trillados de Hollywood y el cinismo posmodernista. Era una forma que directamente renunciaba a la imagen para hacerse cargo nada menos que del legado de Roberto Arlt. Nos referimos a La isla desierta, obra con la que el Grupo Ojcuro hizo hace dieciséis años su primera aparición.

«Es como un sueño: sabemos que no está pasando pero lo vivimos como real; sabemos que podemos salir pero no depende del todo de nosotros, salvo que despertemos o prendan una luz. Estamos en el medio de la escena pero nada puede molestarnos, todo es muy vívido porque, aparte de los estímulos de afuera, todo sucede en nuestras mentes». Así define el género su fundador, José Menchaca, director del Grupo Ojcuro.

El rápido impacto que provocó La isla desierta favoreció la expansión de este estilo teatral. En 2008 se estrenó El sueño de los elefantes; en 2011, los workshops de Diálogo en la oscuridad; y en 2014, Quiroga y la selva iluminada. Todos ellos se presentan en el Konex, bajo una misma premisa: el sentido de la vista está desgastado, a ver qué pasa si recurrimos a los demás.

Laura Cuffini, directora de Quiroga y la selva iluminada, lo explica así: «En nuestra sociedad, la vista es la reina de los sentidos. Al anularla, inevitablemente nuestro cerebro busca reemplazar la falta de información con los otros sentidos, exacerbándolos. Y es sorprendente: de pronto tenemos mejor olfato, mejor oído, nuestra piel se sensibiliza, nos enriquecemos sensorialmente.» La obra está basada en los Cuentos de la selva de Horacio Quiroga y se dirige especialmente a los niños; pretende iniciarlos en el Teatro Ciego. Laura reconoce que «mientras que el adulto está gobernado por sus propias decisiones, los niños se entregan más inocentemente». Por eso, para evitarles la inquietud de la oscuridad absoluta, incorporan a la obra títeres lumínicos y ofrecen, antes de cada función, una pequeña charla introductoria.

No vamos a negarlo: hallarse envuelto de pronto en una tiniebla perfecta puede incomodar. El primer momento es, a menudo, de parálisis. De extrañeza. Un poco hasta de angustia. Pero también es cierto que, como dice Matías Tozzola, «la mirada del otro siempre nos pone un límite y nos define. Eso es algo difícil de romper. Aquí el límite lo pone la oscuridad (no me puedo mover con la libertad que acostumbro) pero el universo interior que se abre es tan inmenso que provoca una sensación de libertad distinta y muy placentera». El segundo momento de la experiencia es, podría decirse, epifánico: «Nos da la impresión de que se corre el piso, la seguridad que nos proveía el ver. Y esto es un enorme creador de sentido.»

Tozzola integra el elenco de El sueño de los elefantes pero, así y todo, le cuesta definir el espectáculo: «Nosotros nos referimos a esto que hacemos como una experiencia musical y sensorial. Es necesario vivirla, atravesarla. Consideramos que es un ritual en el medio de la ciudad.» Si le cuesta encontrar las palabras precisas tal vez sea porque el teatro ciego no se somete a las convenciones establecidas, porque pone al espectador en «una situación física que es ajena a nuestros estándares sociales, donde el hilo conductor es hilvanadopor la música, ese maravilloso lenguaje universal.»

Es muy curioso, en definitiva, lo que sucede cuando la barrera de las apariencias se quiebra: una lupa se planta sobre la percepción, las relaciones sociales cobran otro valor y pueden brotar emociones que ni sabíamos que teníamos dentro.